Gotas de anís
Había vuelto. No sabía muy bien cómo empezar. Habían pasado ocho años. Aquel hotel y la mujer que lo regentaba se habían quedado grabados en su memoria. No hicieron falta demasiadas palabras. Todo estaba igual. Salvo que ahora el comedor tenía diez mesas. Tampoco era el momento para decir lo que sentía. “Dime tan sólo si te gusta” leyó al desplegar la servilleta. Se quedó sin palabras. Miró al camarero y esbozó su mejor sonrisa. Cerró los ojos con el primer bocado. El queso se mezcló el azúcar y el punto de canela dio el campanazo final. La quesadilla herreña le trajo como un vaho de azúcar su sonrisa en aquella pequeña habitación que daba al mar. El primer encuentro y después el olvido. Todavía con las luces del alba y el halo del amor reflejado en el rostro. Porqué no vienes conmigo. Nada te ata a este hotel y a este lugar en el fin del mundo, le dijo sin pensar que un día él sería el que sentiría la necesidad de volver. Ella tan sólo sonrió. No puedo irme de esta isla. Este hotel es mi vida. Lo heredé de mis padres. Nací aquí en el meridiano cero y ahora cuando el mundo cruje ahí fuera aquí me siento a salvo. En aquella ocasión no le entendió. Y a los pocos días, él tuvo que seguir su camino sintiendo los brazos aún más vacíos.
Era uno de los hoteles más diminutos del mundo. Una ventana tan cerca de otra. Una puerta tan cerca del mar. Y una decoración minimalista que hacía que la mirada se centrara en lo fundamental, el trato de su dueña y los materiales cálidos del edificio. Pero sobre todo aquella mujer enigmática cuidando con mimo a sus huéspedes. Provenientes en su mayoría de todas partes del mundo. Ella les preparaba cenas exquisitas con un menú a base de frutos de mar. Se encargaba personalmente de las comidas por pura vocación y de ir a la cofradía a seleccionar los pescados y el marisco. Y eso hacía que el lugar tuviera un toque aún más familiar. El desde el primer día se quedó prendado de aquella.
Una tierra agreste. Una mujer pálida como un sueño. Era un regalo haber encontrado aquel paraíso en un momento en que todo parecía desmoronarse a su alrededor. Se había separado de su mujer. Y afortunadamente su trabajo como técnico de comunicaciones le permitía viajar y eso le mantenía distraído.
Primero se extrañó que la empresa le enviara a un hotel tan pequeño. No era lo habitual. Pero en la isla se celebrara la fiesta de la patrona y estaba todo lleno. Los trabajos de supervisión y reparación de la antena acabaron antes de lo previsto y aquella mañana se sentó frente al ventanal. Cuando escuchó su voz no se giró inmediatamente. Cerró los ojos como era su costumbre para disfrutar una sensación. Y en seguida se encontró con unos ojos igualmente dulces. Te traigo esta quesadilla herreña. Al probarla no pudo evitarlo, por favor dígame de qué está hecha. Aparte de los ingredientes de la receta, no le puedo revelar el secreto. Si se lo dijera no volvería a visitar este lugar. Entonces no me lo diga. La firmeza de la frase le sorprendió a sí mismo. Después de estar en silencio. Ella empezó a reír. Veo que no la prueba, quizás en otro momento. El se había quedado ensimismado. No sabía si hablar o comer. Todavía me queda un día libre, y me encantaría conocer mejor esta isla. Le importaría….Antes de terminar la frase ella le interrumpió. No me importaría. Pasaron un día entero recorriendo rompientes y pequeños valles de lava. Un mar intenso y espumoso les rozó los pies. Tal era el contraste de colores, que no hacía más que respirar hondo. Un gesto que le devolvía a algo primigenio. No hay palabras para definir esta isla. Ella sonreía complacida. Por la tarde después del atardecer en Valverde y una tapa rápida de tollos en salsa, bañados con vino de Lanzarote, volvieron al pequeño hotel. Esa tarde no entraron nuevos huéspedes y los demás habían decidido cenar fuera. Me quedaría a vivir en este lugar, dijo él en medio de un suspiro. Los inviernos son duros dijo ella, veces el viento lo revuelve todo.
Por un instante le pasó el futuro por delante. Viajando por todas partes, añorando siempre un refugio, la posibilidad de una familia. No sé si aquí está mi lugar pero te prometo que volveré. Y volvió. Y ahora que estaba allí sentado, esperando. Cerró los ojos y saboreó el momento. He vuelto. Olía a madera y a mar. Una voz suave se mezcló con el rumor de las olas, “le he añadido unas gotitas de anís”
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